Relatos para temblar. Taller de escritura en línea para jóvenes. Biblioteca Pública de Burgos

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Fecha límite: 10/02/2016

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El sauce

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Diciembre caía sobre el bosque de Elmore. Una neblina tibia comenzaba a colarse entre la hierba. Yo cavaba en la zanja cuando vi un bulto cerca de la anilla, lejos, a los pies del sauce. Caminé hasta el árbol y descubrí a un hombre encorvado.
—Mi nombre es Eldric Thompson —dijo. Extendió un dedo seco apuntando al sauce y comenzó su historia:
 Aquella jornada en el bosque del Elmore no iba a ser normal, desde luego; lo percibí en el primer momento, cuando una niebla fina comenzó a colarse por entre mis pies. Caminé hasta el árbol y descubrí a un hombre. Otro hombre. Y me dijo que necesitaba mi ayuda. Corre ahora mismo y tráeme un gran saco, dijo.  Al principio mis piernas no reaccionaron. ¿Por qué me pedía aquello? No fui capaz de procesarlo. Accedí a ayudarle porque su mirada me lo exigía. Corrí a casa y cogí un saco de patatas, vacío. Cuando llegué me encontré al hombre y le tendí el saco: vi cómo extraía un cuerpo humano del hueco bajo el tronco del sauce.
—¿Qué es...? —pregunté.
—Qué pása, muchacho ¿es que no tienes ojos? —agarró un palo y pegó golpecitos sobre el cadaver del saco—. Venga, dejaté de tonterías y agarra fuerte. Aquí, sí; esperemos que no rompa. Vámos. Lo llevaremos al cementerio del valle.
Y yo, no sé muy bien porqué, me fui con aquel hombre, el muerto y el saco.
 No podía creer la situación tan surrealista que estaba presenciando. ¿Acaso era ese hombre un psicópata? ¿Y qué hacía yo ayudándole a ocultar el cadáver? Sin embargo, por un momento olvidé todas mis teorías y me percaté de lo ligero que era el cadáver que estaba cargando. Y lo entendí. ¡Se trataba de un niño! ¡Ese hombre estaba completamente loco! Caminamos por el bosque tomando el sendero del valle. Cuando llegamos a la puerta del cementerio nos detuvimos.
—Aquí acaba la jornada —dijo el hombre—. Me has ayudado bien, muchacho: toma esto.
Metió la mano en su bolsillo y me lanzó una moneda de oro.
—¿Mola, eh? —dijo—. Tréme otro saco mañana. Ayúdame y te daré otra.
Y se adentró en el cementerio.

A la mañana siguiente me desperté con dolor de estómago. Recordaba aquel bultito en el saco y el hombre dando golpecitos con el palo. No era agradable saber que yo le había ayudado. Pero luego estaba la moneda. La mordí con las muelas: era de oro. ¡De oro!
—Podría conseguir más de éstas.. —murmuré.
Pero no tenía muchas ganas de ver muertos.
 Tenía ganas de gastar mi recompensa en algo. Salí de casa y me senté afuera, sobre un tronco. Lancé la moneda al aire y vi como daba vueltas y volvía a caer sobre mi mano. Poco a poco mi estómago iba mejorando. Entonces le escuché de nuevo. Era él, seguro.
—Corre a dentro y cámbiate, muchacho —pude oír—. Y acuérdate de coger dos sacos.
 
Estaba detrás de un seto y me señaló con un dedo. Supongo que no lo pensé demasiado.
—¿Valdrá con uno grande? —dije.
—No lo creo, muchacho —respondió.
Aquella tarde él sacó dos pequeños cuerpos del sauce. Los extrajo de una abertura gomosa, que supuraba brea. Yo vi como lo hacía. Luego llevamos los sacos hasta el cementerio y me dió mi recompensa.
 
—Mañana sacarás tú los cuerpos, muchacho —dijo antes de irse.
—No sé... —respondí yo.
—Venga, no te lo pienses tanto. Te daré dos monedas en vez de una —terminó.
Y en ese momento desapareció dentro del cementerio. Yo me quedé alli, quieto, mirando las puertas del camposanto. Dos monedas, pensé. Di media vuelta y esa noche me acosté temprano.
 
A medida que pasaba el tiempo mi riqueza iba creciendo. Ya eran numerosas las veces en las que era yo el que sacaba a los pequeños. Las pesadillas de las primeras veces habían desaparecido, los remordimientos se habían disipado. Al fin y al cabo, ya estaban muertos. Eran un negocio macabro, cada jornada dos monedas.

Fue entonces cuando descubri las manchas. Una tarde extraje de las visceras del sauce un cadaver húmedo y correoso. La brea me mancho los brazos, como siempre, pero la mancha no se fue. Era una marca estriada, que me cubría parte de los antebrazos. Supongo que no le di imporancia. Se iría con el tiempo. Pero no lo hizo: fue a peor.
—¿Qué me pasa en los brazos? —pregunté al hombre una tarde.
—Parece que no te lavas bien, muchacho —respondió él con una risotada.
Pero entonces le miré a las manos. Sí, me fijé en ellas porque nunca antes lo había hecho. Estaban recubiertas por una capa fina de tela, del color de la carne humana.
—Muéstrame tus manos —le dije.
 
Y el hombre alargó un brazo y puso la mano sobre mi hombro.
—Eso ya no va a cambiar nada, muchacho —dijo. Lo hizo con la voz baja y seria—. Decidiste tu destino hace tiempo.
Entonces me miró a los ojos y con dos dedos despegó la tela de su muñeca como si fuese una pegatina. Bajo su falsa piel aparecieron unos dedos secos, con el color del tizón.
 En ese momento dejé al hombre allí, a los pies del sauce, y salí corriendo. No metí el cadáver en el saco ni acompañé al hombre al cementerio. Sólo comencé a mover las piernas y a mirarme las manos y a frotarme con los dedos y también con las uñas. Rasqué con las uñas hasta que una gota de sangre brotó de mi brazo. Entonces llegué a mi cabaña. Caminé hasta el grifo, lo abrí y metí los brazos. Eché jabón y comencé a frotar.
—Debo quitarlo —dije—, que desaparezca.
Pasé las uñas por el surco negro que recorría mi antebrazo. Froté.
—Desaparece —dije.
Pero la mancha no se iba. Lavarse era inútil. Me sequé y fue a por el oro. Agarré hasta la última moneda y las lancé fuera de la cabaña.
 Las lágrimas brotaban de mis ojos. No dejaba de mirar esas estúpidas monedas... El sol del anochecer se reflejaba sobre ellas, produciendo una luz casi cegadora. ¿Que me pasaba? Me había convertido en un monstruo. Mi cabeza daba vueltas. Solo podía pensar en las malditas manchas de brea y en el montón de oro, ahora sobre el terreno de mi cabaña.
Poco a poco fui retomando la compostura. Por última vez dirigí mi mirada a las monedas y reflexioné. Estaba siendo un insensato. ¿Acaso pretendía dejar todo aquello de lado por unas estúpidas manchas de brea? Me repetí a mi mismo una y otra vez que no era un monstruo, solo estaba ganándome la vida. No podía dejar que mi conciencia acabara con eso. Sentí un enorme nudo en el pecho que apenas me permitia respirar. Eldric había concluido su historia y sus mirada penetrante estaba clavada en mis ojos. ¿Que se suponía que debía hacer yo ahora? El frío me calaba los huesos. De repente, el anciano extendió su brazo cubierto de manchas oscuras y señaló un pequeño bulto en el interior del agujero.
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