Ascendimos al borde del acantilado y desde lo alto pudimos observar la vieja ermita rompiendo el oleaje. Como en un cuento de Edgar Allan Poe, escuché un ruido, me giré y miré fijamente al anciano. Señaló con sus dedos fatigados hacia el minúsculo templo y, tras una breve pausa, me contó esta vieja historia que dice así: