Mi novio, Koldo, era pintor. Solía plantar su caballete en el cañón del Rudrón, en lo alto de los roquedales. Mientras él pintaba amaneceres (me hacía madrugar muchísimo) yo me dedicaba a pasear y a veces bajaba hasta el río. Me fascinaban las libélulas y, a escondidas de Koldo, empecé a dibujarlas.